Admito que ser de Porsche es fácil. Es apostar a caballo ganador, y sin duda mucho más fácil que ser alfista. Está genial ser alfista, está claro, pero a veces tienes que justificarte demasiado. Y eso puede resultar agotador.
Cuando echo la vista atrás me veo en mi habitación de adolescente. Había cuatro pósters: un 930 Turbo, un Countach y un F40. ¿El cuarto? Uno de Curro en la Expo 92, pero de eso mejor hablamos en otro rato.
El caso es que a mí el F40 siempre me ha fascinado. Menuda obra de arte: el motor, la carrocería… brutal. Cuando he tenido la oportunidad de verlo en vivo gracias a mi profesión, sigo pensándolo. Es un milagro de la ingeniería. Pura lujuria. Es más: lo prefiero a un Porsche 959.
Entonces, ¿cómo es que llevo por bandera el emblema de los de Stuttgart? Quizá alguno se sorprenda por cómo empezó todo: por culpa de un videojuego, el Need for Speed Porsche.
Yo estaba tan tranquilo hasta que cayó ese CD en mis manos. No es por presumir, pero podría estar perfectamente en el Top-3 de personas con más horas al volante de cualquier tipo de Porsche en “competición oficial”. Jugué y rejugué al NFS durante años (en serio). Al principio por puro vicio: veintipocos años, tiempo libre… pero empecé a cogerle el gusto. Por alguna extraña razón, me gustaba correr con un 356 incluso en carreras en las que sabía que iba a perder contra modelos más rápidos, solo por el placer de verlo moverse en una carretera.
Y una cosa llevó a la otra. Una revista con una prueba, un modelo de slot, una excursión clandestina a Libromotor… Todo eso dejó un poso (además de cajas, estanterías, etc), porque poco a poco fui descubriendo no solo una marca que hace deportivos, sino un nombre con mucho detrás. Que fue lo que me enganchó.
Y es que siempre digo que cualquier marca que se precie tiene que tener su historia. Sus luces y sus sombras. Por ejemplo Saab, esa marca que hacía aviones y que se pasó a los coches (para volver a las alas tras la escabechina que hicieron en General Motors) es una de ellas. O Land Rover. Jaguar, Ferrari o Lamborghini, también.
Y Porsche, claro. Con sus cosas buenas y malas. De las primeras no hace falta hablar mucho: un departamento de ingeniería brutal. Un hombre hecho a sí mismo que empezó a hacer coches antes de que llegara el siglo XX. Un dato: el primer híbrido del mundo llevaba la firma de Ferdinand Porsche; un Lohner-Porsche Semper Vivus de 1900 que, además, tuve el privilegio de conducir… Fue la experiencia más aterradora de mi vida a menos de 10 km/h.
En 1930 estableció su propia marca de ingeniería, Dr. Ing. h.c. F. Porsche GmbH, Konstruktionen und Beratungen für Motoren und Fahrzeugbau y firmó su primer proyecto, unas piezas para un motor híbrido diésel, como número 7 para ocultar su inexperiencia.
Pero tras el apellido Porsche hay también modelos de marcas que muchos ya han olvidado, como Austro-Daimler, y otras que sorprenderían a más de uno, como Mercedes.
Y, sin duda, una entre todas: Volkswagen. A Ferdinand Porsche se le atribuye el nacimiento del Escarabajo, el coche del pueblo. Digo “se le atribuye” porque hay por ahí interesantes historias que aseguran que simplemente se ‘apropió’ de una idea y un trabajo de un ingeniero judío alemán, Josef Ganz. También de la marca checa Tatra (de hecho, acabaron recibiendo una compensación millonaria décadas después). No me extiendo, pero sin duda son dos temas que merecen la pena que investigues cuando te aburras.
Pero el caso es que llevo más de 600 palabras hablando de Porsche y aún no he mencionado al 911. El mito; el deportivo que lo cambió todo… y que sigue siendo la vara de medir hoy en día.
Un modelo que se apareció a mediados de los 60 para sustituir al 356 y que se ha mantenido fiel a su configuración casi imposible durante décadas.
Nueve-uno-uno. Tres números que encarnan un mito. Gracias a mi profesión he conducido coches de todo tipo. Más rápidos, más bonitos, más caros, más deportivos, más cómodos… Pero para mí no hay nada como girar la llave con tu mano izquierda y sentir ese peculiar sonido del motor bóxer, esa vibración lateral que los que llevan un Subaru o una moto BMW saben diferenciar perfectamente. Da igual que sea el primer nueveonce de 1964 o el del último GT3 RS: siempre estoy deseando hacer kilómetros y kilómetros con uno.
Y eso es lo que diferencia a los Porsche, bajo mi humilde punto de vista. Auténticas navajas suizas, herramientas eficaces y casi perfectas que hacen su trabajo con discreción y eficacia máxima. Interiores perfectos, comportamiento afilado como una navaja… ingeniería al máximo nivel.
Pero Porsche no solo es el 911. Son los tractores de mediados del siglo XX, es Walter Röhrl en el 924 GTS Rally, es el cuatro cilindros en el 968. Es también Max Hofmann sugiriendo a la marca que fabrique el 356 Speedster, que él se encarga de venderlo; es la matrícula K45286 (búscala en Internet), es… es muchas cosas.
Es toda una historia de mejora continua, es reescribir las normas año tras año. Es aportar un punto de vista diferente. Y por todo esto, lo admito: me encanta Porsche.
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Desde Gasari Drivers Club queremos dar la gracias al autor de este artículo Luis Ignacio Guisado: periodista especializado en el sector del motor, con más de veinte años de experiencia y actual Redactor Jefe y Webmanager de Top Gear.